"No se si exista un siempre, pero si existe y llega, espero que nos encuentre juntos"

jueves, 26 de junio de 2008

Por si me escuchas

“Tus llegadas siempre tan a destiempo, tan impuntuales. Tú afán por siempre mantenerme esperando. Esa desesperación que me absorbía hasta la última gota de mi tan escasa paciencia, a dos segundos de ti. Todas esas esperas, yo siempre una hora antes, tú siempre tres curatos de hora después; mis enojos atragantados; mis “ya no te aguanto”, aniquilados con una de tus tiernas sonrisas al llegar. Todo eso, quizá, fue lo que me provocó este enamoramiento, que aún me dura a tantas primaveras de aquellos tiempos.

Todavía no logro entenderte. No comprendo por qué no me permitías, en aquel entonces, que yo pasara por ti. Eso me hubiera ahorrado muchos minutos de impaciencia sentado en una mesa, en aquel café de siempre; el cual tampoco entiendo por qué te gustaba tanto. Te seré sincero, al principio lo aborrecía, a fuerza de costumbre aprendí a tolerarlo, y a años de esos días, me resulta imprescindible el evocarlo cada vez que te pienso. Pero en verdad, era un tormento, el sentarme solo en una mesa, y el sentir las miradas de todos, esas miradas de compasión colectiva. Sabes cómo soy, siempre me siento observado, juzgado, medido. Ya sé lo que me dirías que soy un niño, que soy un loco, que no he cambiado nada desde que éramos novios.

No, no he cambiado mucho, muy pocas cosas han cambiado. Yo te sigo esperando, a ratos con mas ilusión que otras, y otras con mas coraje y desesperación. Sigo llegando, ya no siempre en el mismo café, una hora antes de nuestras citas, y tú… sí, sigues llegando un poco mas tarde. Como ves no hemos cambiado mucho.

Y todo esto viene a cuento porque hoy me han nacido las ganas de contarte de esos entonces, cuando apenas éramos novios. Quiero contarte, sin que lo tomes a mal o como un reclamo, de esas, mis horas de espera.

Como te decía, no logro entender el porqué de tu insistencia en llegar sola a nuestros encuentros. Creo que alguna vez mencionaste que lo hacías por ahorrarme la molestia de buscar dónde estacionarme cerca de tu oficina, lo cual en verdad era difícil, o ¿era por lo complicado de la zona? La cuestión era, creo, por protegerme, o por evitarme pasar un mal rato, o porque desde entonces, desde el principio y hasta ahora, me has juzgado, o me has sabido, tan torpe, o tan escaso de paciencia.

Las primeras citas, antes de que fuéramos novios, antes de que descubriera tu manía por hacerme esperar. Cuando ingenuamente pensaba que esos retrasos eran producto de mi mala racha, llegaba a aquel café, ocupaba casi siempre la misma mesa, procurando quedar de frente a la puerta de entrada del lugar, para así poder verte llegar. Con mi mirada impaciente, con mis manos temblando de nervios, con un miedo constante de que olvidaras nuestra cita, así te esperaba entonces. Ordenaba un café, y otro. Prendía un cigarrillo, el cual se consumía en el cenicero, dando lugar a un segundo y a otro mas. Mi mirada vagaba alternando entre las sombras de mi taza de café, el humo del cigarrillo, la puerta de entrada, la hora en mi reloj. Me desesperaba. La idea de marcharme era muy recurrente, sobre todo en los primeros minutos, hasta que me percataba que aun no era la hora de la cita, y entonces me sentía ridículo, y casi todas las veces esto me invitaba a sonreír, intentando así disimular mi vergüenza.

La locura impaciente que me invadía durante esos ratos de espera, necesitaban algo mas que las sombras en una taza de café, el humo de un cigarrillo o el movimiento de las manecillas para calmarse. Poco a poco y contrario a mi costumbre, a mi indiferencia accidental ante los extraños, a mi -¿cómo decirlo?- timidez o distracción, contrario a todo eso, comencé a reparar en las personas que frecuentaban aquel café. Al principio comencé a ocupar mis largos e interminables minutos de espera analizando sus ropas, su calzado, sus peinados, los gestos de sus rostros, los tonos y volúmenes de sus voces. Estos elementos de distracción, pronto dejaron de ser suficientes. Mis esperas debían de llenarse con algo mas, con algo que me permitiera no sólo soportarlas, sino en parte poder disfrutarlas. De tal suerte, de nueva cuenta, rompiendo con mis propios principios, comencé a escuchar las conversaciones de las mesas cercanas, sustituyendo los huecos de sus conversaciones, con suposiciones mías, o con detalles de la historia que me sé de memoria y que es mi favorita, la nuestra. Poco a poco mis esperas se volvieron mas placenteras, incluso, me atrevo a decir que gozosas. Te confieso, comencé a asistir al café con mayor tiempo de anticipación a nuestras citas, llegando a ir, ya por hobbie, aún sin una cita como excusa.

Gradualmente, esas esperas se fueron convirtiendo en parte de mi vida, eran los momentos mas bellos de mi día. El rito de llegar al café todos los días, mas o menos a la misma hora, escoger estratégicamente la mesa, saludar a los meseros, ordenar una taza de café, en espera de ti, saber que llegarías era lo que me daba fuerza para enfrentar el día siguiente. Me sentaba, hacía acopio de la poca paciencia que tengo. A ratos me sentía como un cazador… no, mejor aún, como un tigre. Acechando a su presa para cazar los rasgos que sirvieran para inventar una historia. Buscando esos vacíos entre las palabras para insertar alguna de tus, o mejor dicho de nuestras cotidianidades.

En cada espera recordaba mucho de ti y de mi mismo. Vi a varias parejas, de distintas edades, en distintos puntos de su relación. Me encontré con parejas de muchachos, casi niños, con tanta inocencia en sus primeros amores. Y en el otro extremo parejas de personas con una vida entera en la mirada. De ellos descubrí algo de nosotros, que nuestro amor es un amor de siempre. Te considero mi novia de la infancia (aunque se perfectamente que nos conocimos mucho después de primera juventud), te considero mi amor de ahora (aun cuando a ratos creas que no te amo, o que te olvido, o que me alejo), te considero el mejor momento de mi vida, y me veo a tu lado en mi vejez.

A través de esas esperas, logré evocar una y otra a ese niño travieso y miedoso, rebelde y soñador, mezcla de poeta y pirata, que era entonces, y que en mucho sigo siendo hoy y del que, de forma para mi incomprensible, dices estar enamorada. En momentos como esos, vuelven a mi memoria los membrillos verdes y las jícamas con limón, sal y chile piquín; el aroma de los circos, de los algodones de azúcar; el mustang rojo de mi papá; las comidas siempre en domingo con los abuelos. En esos momentos también viví una y otra vez mis más duras guerras en mi cabeza, y justo cuando estaba a punto de quebrarme por completo, de romper en llanto, llegabas tú, y entonces, ese panteón de mis recuerdos, en momentos como ese, lo convertías en una campo en flor en primavera, para recordarme que aún en mi sigue vivo ese niño ingenuo e inocente.
Y como te he dicho, aún ahora, en estos precisos momentos, en que finalmente te confieso todas estas… travesuras de mi espíritu, todas estas evocaciones e invenciones de nuestra historia, en las vidas de otros tantos extraños, te sigo esperando. Sigo aguardando por una respuesta de tu parte, por un gesto que me indique que ahí, en ese recóndito lugar de tu conciencia, alguna de mis palabras ha logrado penetrar. Espero ansiosamente que mañana amanezcan tus ojos despiertos”

Con estas palabras, con lágrimas en los ojos, tras besar su frente, de nueva cuenta, aquella noche, aquel hombre volvió a abandonar aquel cuarto de hospital.

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