No tarda en empezar a llover. Empiezan a recrearse en mi mente escenas de personas corriendo para no mojarse, de otras apurándose para alcanzar el barandal de su autobus; quizá incluso en mi mente se aparezca algún inocente que es bañado de pies a cabeza por un automovilista que sin intención pasa sobre un charco. Pienso en ellos, pienso en el caos vial que he de encontrar camino de regreso a casa, de que quizá el viento y la tormenta eléctrica alteré la señal del sistema de televisión y tenga que perderme algún programa televisivo y aunque siempre se me olvidan también pienso en aquellos que no tienen opción, ni modo de escaparse de esta tormenta que está por caer, de aquellos que aún con lluvia tratan de limpiar parabrisas, o de venderle a los conductores unos chicles o un cigarrillo, de esas mujeres, adolescentes y niñas que sin importar el agua ofrecen sus cuerpos para conseguir unas monedas.
Deseo con todo mi corazón que la lluvia que caiga en unos minutos limpie nuestros corazones y nuestra mirada y que nos quite esa ceguera blanca de la que habla Saramago en su ensayo sobre la Ceguera, y que tras la tempestad dejemos de ser ciegos que viendo no ven.
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